Un miembro de las Fuerzas Democráticas Sirias, respaldada por Estados Unidos, en un campo de refugiados procedentes de Raqa. (Delil Souleiman/AFP/Getty Images)

Desde Turquía hasta México, la lista de los lugares más conflictivos y volátiles del planeta se ha vuelto todavía más imprevisible. Diez guerras de las que habrá que estar pendientes en 2017 por Jean-Marie Guéhenno

El mundo está iniciando su etapa más peligrosa desde hace décadas. El marcado incremento de las guerras en los últimos años está desbordando nuestra capacidad de afrontar las consecuencias. Desde la crisis mundial de los refugiados hasta la extensión del terrorismo, nuestro fracaso colectivo a la hora de resolver conflictos está engendrando nuevas amenazas y emergencias. Incluso en sociedades pacíficas, la política del miedo está provocando una polarización y una demagogia muy peligrosas.

Este es el contexto en el que Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos, sin duda el acontecimiento más importante del pasado año, de tremendas repercusiones geopolíticas para el futuro. Se ha hablado mucho sobre las incógnitas de la agenda exterior de Trump. Pero lo que sí sabemos es que la propia incertidumbre puede ser profundamente desestabilizadora, sobre todo si procede del actor más poderoso en el escenario mundial. En Europa y el Este asiático, los nerviosos aliados dedican ya todo su tiempo a diseccionar los tuits y las frívolas bravuconadas del presidente electo. ¿Firmará un pacto con Rusia que margine a los europeos? ¿Tratará de anular el acuerdo nuclear con Irán? ¿En serio está proponiendo una nueva carrera de armamentos?

¿Quién sabe? Y ese es precisamente el problema.

En los últimos 60 años se han vivido no pocas crisis, desde Vietnam hasta la guerra de Irak, pasando por Ruanda. Pero la idea de un orden internacional de cooperación, nacida tras la Segunda Guerra Mundial, impulsada y encabezada por Estados Unidos, ha estructurado las relaciones entre las grandes potencias desde el final de la guerra fría.

Dicho orden ya estaba cambiando antes de que Trump ganara las elecciones. El atrincheramiento de Washington, para bien y para mal, comenzó durante la presidencia de Barack Obama. No obstante, para llenar ese hueco, Obama contribuyó a reforzar las instituciones internacionales. Ahora no podemos seguir contando con que un Estados Unidos inspirado por el lema de "América primero" vaya a proporcionar los materiales necesarios para apuntalar el sistema internacional. Hay muchas más probabilidades de que su poder duro, si no va acompañado del poder blando, transmita una imagen de amenaza, y no de tranquilidad como se la ha dado a muchos países.

En Europa, la incertidumbre sobre la nueva actitud política de Estados Unidos se une a las caóticas consecuencias del Brexit. Las fuerzas nacionalistas han cobrado fuerza, y las próximas elecciones en Francia, Alemania y Holanda van a poner a prueba el futuro del proyecto europeo. La posible desintegración de la UE es uno de los mayores desafíos que afrontamos hoy en día, pero es un hecho que pasa inadvertido en medio de todos los demás datos alarmantes que se disputan nuestra atención. No podemos permitirnos el lujo de perder la voz del equilibrio que representa Europa en el mundo.

La agudización de las rivalidades regionales también está transformando el paisaje, como se ve especialmente en la lucha entre Irán y los países del Golfo Pérsico por ser influyentes en Oriente Medio. Las guerras subsidiarias derivadas de esa rivalidad están teniendo consecuencias aterradoras en Siria, Irak y Yemen, entre otros lugares.

Muchos dirigentes mundiales aseguran que la forma de resolver las divisiones es unirse todos en la lucha contra un enemigo común, el terrorismo. Pero eso es un espejismo: el terrorismo no es más que una táctica, y la lucha contra una táctica no puede definir una estrategia. Los grupos yihadistas aprovechan las guerras y las quiebras de los Estados para consolidar su poder y florecen en medio del caos. A la hora de la verdad, lo que realmente necesita el sistema internacional es una estrategia de prevención de conflictos que refuerce e integre los Estados que lo constituyen. Para sostenerse, el sistema internacional necesita algo más que la ficción de un enemigo común.

Con la llegada de Trump, la diplomacia transaccional, cada vez más extendida, se desarrollará aún más. Las negociaciones tácticas están sustituyendo a las estrategias a largo plazo y las políticas basadas en principios. El acercamiento entre Rusia y Turquía puede contribuir a disminuir el nivel de violencia en Siria. Pero Moscú y Ankara deben ayudar a trazar una vía hacia un gobierno más integrador, porque, de lo contrario, corren el riesgo de sumergirse todavía más en la ciénaga siria. No parece que la consolidación temporal de unos regímenes autoritarios que ignoran las demandas de la mayoría de sus ciudadanos sea la forma de tener un Oriente Medio más estable.

La UE, defensora histórica de una diplomacia de principios, ha llegado a acuerdos con Turquía, Afganistán y varios Estados africanos para cortar la llegada de inmigrantes y refugiados, y las consecuencias globales son inquietantes. Por otra parte, Europa puede aprovechar cualquier mejora de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia para reforzar el control de armas tanto convencionales como nucleares, un paso que sería más oportuno que oportunista.

La falta de escrúpulos de Pekín en su relación con diversos países de Asia, África y América Latina muestra cómo será un mundo carente de las garantías implícitas que ofrece Estados Unidos.

Estos pactos transaccionales pueden parecer una vuelta a la realpolitik. Pero un sistema internacional regido por acuerdos a corto plazo no puede ser estable. Cuando los compromisos no reflejan estrategias de largo alcance, es fácil romperlos. Sin un orden previsible, unas normas aceptadas por todos y unas instituciones fuertes, hay más margen para cometer fechorías. El mundo es cada vez más cambiante y multipolar, manejado por una variedad de actores estatales y no estatales, por grupos armados y por la sociedad civil. En un mundo trastocado, las grandes potencias no pueden contener ni controlar por sí solas los conflictos locales, pero sí pueden manipularlos o verse arrastradas a ellos: esas guerras locales pueden ser la chispa que desencadene incendios mucho mayores.

Nos guste o no, la globalización es una realidad. Estamos todos conectados. La guerra de Siria desató una crisis de refugiados que contribuyó al Brexit, cuyas profundas consecuencias políticas y económicas se harán sentir en otros lugares. Por más que los países quieran encerrarse en sí mismos, no existe paz ni prosperidad sin una mayor cooperación en el gobierno de los asuntos mundiales.