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Una obra sobre por qué la globalización está impulsada no solo por los avances tecnológicos sino también por el desarrollo de las ideas e instituciones que configuran nuestra política y economías.

Grave New World: The End of Globalization, the Return of History

Stephen King

Yale University Press, 2017

Occidente está invadido por malos presentimientos. El Brexit y la elección de Donald Trump, después del interminable baño de sangre en Oriente Medio y una crisis en Ucrania de la que no se vislumbra el fin, unidos al profundo malestar económico y social provocado por la crisis financiera de 2008, han aplastado la convicción que tenía mucha gente en Europa y Norteamérica de que el modelo occidental de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado, sostenido por una serie de normas internacionales patrocinadas por Estados Unidos, se extendería a todos los rincones de la tierra. Como argumenta el autor de un nuevo y breve libro, “a la hora de la verdad, se demostró que eso no tenía sentido. En los años posteriores a la caída del Telón de Acero, quizá hubo globalización económica, financiera y, hasta cierto punto, tecnológica, pero no se globalizaron ni las instituciones ni las ideas”. Cada vez parece más evidente que la versión occidental de la globalización ha alcanzado sus límites. Las nuevas tecnologías, al contrario de todo lo que se esperaba hace 10 o 12 años, no solo no están favoreciendo la globalización sino que están restringiéndola.

Stephen King es un veterano economista de la City, de HSBC, que ahora es asesor y consultor político. Escribe con brío y, a pesar de no ser académico, tiene la autoridad de alguien que conoce bien los mecanismos internos del sistema de apertura económica y política desarrollado desde el final de la Segunda Guerra Mundial y aún más desde la caída de la Unión Soviética. Ahora que Estados Unidos está cansándose de ser el pilar fundamental y que Rusia y China le disputan el puesto, ahora que Europa afronta las consecuencias del Brexit y de un euro que no ha sido un instrumento de convergencia sino de división, muchos se encuentran ante lo que podríamos llamar el regreso de la historia. Es una situación muy distinta a la que proclamaba Francis Fukuyama cuando hablaba del fin de la historia hace 25 años, y eso explica la ola actual de pesimismo.

El autor es un buen economista y, a diferencia de muchos de sus colegas, hace un análisis muy respaldado por la historia y la filosofía. El hecho de que gran parte del análisis económico moderno esté descontextualizado de estas dos formas de ver el mundo explica por qué muchos economistas y comentaristas occidentales son incapaces de valorar hasta qué punto son esclavos de su propia versión de la historia. El autor destaca que “en Occidente, hablamos como si tal cosa de la comunidad internacional, una supuesta colección de países que piensan igual y tienen la misma moral y la misma perspectiva ética. Pero, en realidad, no existe una cosa semejante”.

¿Cuánta gente, en el Reino Unido, es consciente de que un motivo por el que Londres pudo convertirse en el banquero del mundo fue que en el siglo XIX el financiero británico tenía la esperanza de que, donde fuera su dinero, “fuera a estar protegido por el largo brazo de la ley (inglesa), aplicada, en caso necesario, por el gran poderío de la Armada Real”? En otras palabras, la globalización de aquella época dependía de la existencia de instituciones en las que pudieran florecer los mercados. Unas instituciones que eran esencialmente los imperios. King presenta un análisis muy estimulante de la mitología y la historia, y examina las diferencias entre las concepciones de la historia mundial de Occidente, China, Rusia, Persia y África.

Aborda una cuestión muy importante: el pensamiento convencional de Occidente dice que la incapacidad de acabar con los regímenes autoritarios impide un desarrollo económico sostenido en todos los países de Eurasia. Ese argumento, en su opinión, solo sirve en parte, entre otras cosas porque cada vez es más evidente que no se puede sacar de donde no hay. Da la impresión de que el crecimiento está disminuyendo de forma inexorable en las grandes potencias económicas mundiales. Además, aparte de Europa occidental y Japón, muchos países no ven motivos “para inclinarse ante Washington, sobre todo con la actitud tan selectiva que tiene Estados Unidos respecto a los valores globales; al fin y al cabo, no todo el mundo está entusiasmado por el caso Irán-Contra, la segunda Guerra del Golfo o el trato de los presos en Guantánamo”. Los desastrosos resultados de la mal llamada “Primavera árabe” han creado confusión en el pensamiento y el comportamiento occidental sobre el crecimiento económico y la democracia. Cuando el principal aliado de Occidente contra Irán es Arabia Saudí, no puede esperar que el resto de Oriente Medio crea verdaderamente que ha hecho reflexiones profundas.

A lo largo del libro, el autor explica por qué la globalización está impulsada no solo por los avances tecnológicos sino también por el desarrollo —y la desaparición— de las ideas e instituciones que configuran nuestra política y enmarcan nuestras economías y nuestros sistemas financieros, a escala tanto local como global. Cuando las ideas existentes pierden fuerza y las infraestructuras institucionales se derrumban, no hay tecnología capaz de arreglar la situación. La historia nos enseña muchas cosas, y hacemos mal en no tenerlas en cuenta. Los árabes conquistaron la España visigoda en muy pocos años, para asombro de Europa; toda la gente de izquierdas que estaba convencida de que la Unión Soviética era el modelo se habría sorprendido de ver en qué había quedado todo unas cuantas décadas después. Hoy estamos empezando a comprender cómo el aumento de las desigualdades en los países occidentales —consecuencia de la globalización— ha fomentado el ascenso de los partidos populistas que desafían el statu quo. ¿Qué repercusiones tendrá el incremento constante de la inmigración para Europa y Asia?

Frente a esta perspectiva tan pesimista del futuro a corto plazo, existe otra visión más optimista. El Brexit parece haber despertado una mayor solidaridad entre los principales miembros de la UE. Se ha logrado contener el populismo en las últimas elecciones de Francia y Holanda. En la Casa Blanca, es posible que haya voces más serenas que prevalezcan sobre la retórica agresiva del Despacho Oval de Trump. España se ha recuperado de la grave crisis desencadenada en 2008, y la eurozona ha sobrevivido a una tremenda crisis de la deuda soberana. El Brexit puede diluirse de forma inesperada. Puede haber trastornos causados por el progreso impersonal de la tecnología y no por la idea de que existe una comunidad internacional que está de acuerdo en una serie de objetivos y principios, o incluso una comunidad occidental unida que proyecta sus “valores occidentales” en Oriente Medio.

Occidente, dice el autor, como concepto que representa el liberalismo político y económico, “es una construcción intelectual que está en discrepancia con las acciones de Estados Unidos y los países de Europa Occidental desde hace siglos”. Quizá esa construcción, en lugar de iluminar los problemas fundamentales, los vuelve más confusos. El alejamiento del liberalismo no es inevitable, y King demuestra que la solución contra el populismo empieza en casa. En Gran Bretaña, muchos acusan a la UE del aumento de unas desigualdades sociales que en realidad son consecuencia de las políticas del gobierno británico, y no de unos perversos burócratas de Bruselas. Es decir, King no da por acabadas la economía de mercado y la democracia: en el siglo XX, muchos lo pensaron y se demostró que no tenían razón. Es necesario que haya líderes fuertes y coraje político. En los próximos años veremos, tanto en Europa como en Estados Unidos, si son capaces de dar un paso al frente.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.